Introducción
El gran incendio de Roma es uno de los acontecimientos
históricos mejor conocidos. Sin embargo, extrañamente,
se han escrito pocos libros sobre el incendio y los acontecimientos
que lo rodearon y que supusieron un gran punto de
inflexión: el fin de la dinastía romana creada por Julio César.
¿Pensamos quizá que sabemos todo lo que se puede saber
de esa gran catástrofe? Después de todo, ¿quién no ha oído
hablar de la historia del emperador loco, Nerón, que prendió
fuego a Roma y luego se puso a tocar el violín mientras ardía la
ciudad a su alrededor, y que acabó echando la culpa a los cristianos
del fuego y convirtiéndolos en antorchas humanas? Ah,
pero ¿estaba loco Nerón, fue él quien inició el fuego, tocaba
el violín,* y quemó a un solo cristiano en realidad? ¿Es cierto
acaso lo que se cree habitualmente del gran incendio?
En el siglo xx, muchos estudiosos e historiadores empezaron
a valorar de nuevo la figura de Nerón como gobernante. ¿Se
ha retratado mal a Nerón a lo largo de los siglos? Ciertamente,
podemos descartar el incidente del violín de inmediato: es un
mito. El violín fue un instrumento que no surgió en Europa hasta un milenio más tarde de Nerón. De modo que éste no pudo
tocar el violín mientras ardía Roma. ¿Tocó entonces algún otro
instrumento? ¿La lira por ejemplo? Sí, era un notable intérprete
de la lira pequeña, parecida a un arpa, único instrumento de
cuerda que usaban los romanos en los tiempos clásicos. Pero
¿tocó la lira precisamente el 19 de julio del año 64 d.C. en Roma,
o durante los días siguientes, mientras Roma ardía?
Si debemos creer a Tácito, uno de los historiadores romanos
más fiables del siglo i d.C., que vivió el gran incendio de
Roma cuando tenía nueve años, Nerón no tocó la lira en Roma
mientras ardía la ciudad. Pero sí que la tocó la noche que estalló
el primer fuego: Tácito sitúa a Nerón en la ciudad de Antium,
la Anzio moderna, en la costa oeste de Italia, tocando la
lira. Esto, claro está, no descarta la posibilidad de que Nerón
hubiese ordenado el incendio de Roma.
Nerón, según decía Tácito, tocó la lira en un concurso musical
en Antium, lugar de nacimiento del emperador, la noche
del 19 de julio. En cuanto le informaron del fuego volvió a la
capital, donde dirigió industriosamente las operaciones contra
incendios y la provisión de refugio y comida para la población.
Fue otro historiador romano, Dión Casio, senador, antiguo
cónsul, general y gobernador de varias provincias romanas,
quien escribió que Nerón tocaba alegremente la lira en Roma
mientras la ciudad ardía, y de él sobre todo nos ha llegado a
nosotros la historia de que «tocaba mientras ardía la ciudad».
Pero Dión Casio redactó su versión de los acontecimientos 165
años después del gran incendio. Y al escribir lo que escribió
sobre Nerón y el incendio, está claro que Dión malinterpretó o
citó mal a Tácito y a otro historiador del siglo i, Suetonio.
Esto es lo que dijo Dión en el siglo iii sobre el inicio del
gran incendio de Roma, echando la culpa de la conflagración
directamente a Nerón: «Envió en secreto a unos hombres que
fingieron estar borrachos u ocupados en algún otro tipo de
maldades, e hizo que prendieran fuego a uno o dos o incluso
varios edificios en distintas partes de la ciudad, para que la gente
quedara desconcertada, incapaz de encontrar el origen del
problema y también de ponerle fin».1 Esto que afirma Dión,
que el fuego del 64 d.C. fue iniciado deliberadamente en un
13
cierto número de edificios en distintas partes de la ciudad, está
en contradicción con la información de Tácito. La versión de
Tácito, aceptada en general por los historiadores, dice que el
gran incendio empezó en una sola ubicación, en el Circo Máximo.
Pero sigamos a Dión un poco más.
También dijo, después de describir gráficamente cómo
afectó el fuego al millón o más de residentes con que contaba
la ciudad, causando grandes sufrimientos: «Mientras toda la
población se encontraba en aquel estado mental, y muchos,
enloquecidos por aquel desastre, se arrojaban a las propias llamas,
Nerón se subió al tejado del Palatium [su palacio en la
colina Palatina de Roma], desde el cual se tenía la mejor vista
general de gran parte de la conflagración, y vestido de tañedor
de lira, cantó “La caída de Troya”, como la llamaba él, aunque
a ojos de los espectadores fue “La caída de Roma”».2
Para empezar, todo el monte Palatino quedó destruido
por el fuego, incluido el Palatium, como consignaría el propio
Dión. Junto con todos los demás edificios de la colina Palatina,
el palacio quedó consumido por la primera etapa del fuego.
Aun asumiendo que Dión afirmase que Nerón se subió al tejado
del Palatium a tocar la lira durante los primeros momentos
del fuego, antes de que las llamas alcanzasen el palacio, ningún
otro escritor romano sitúa a Nerón en el tejado de su palacio
de Roma, tocando la lira, en ningún momento del gran incendio.
Tácito afirma que Nerón sólo volvió a Roma cuando oyó
decir que el fuego se estaba aproximando a su palacio.
Está claro que Dión tomó esta idea del biógrafo de Nerón,
Suetonio, cuyos padres vivían en Roma en la época del gran
incendio, efectivamente. El propio Suetonio nació unos cinco
años más tarde. Suetonio hizo culpable a Nerón de aquella
conflagración:
Fingiendo estar disgustado con los grises edificios viejos y
las calles de Roma estrechas y serpenteantes, él [Nerón] prendió
fuego a la ciudad con todo descaro. Aunque una partida de ex
cónsules interceptó a sus ayudantes, armados con estopa [la parte
más áspera y rota del lino y el cáñamo] y antorchas encendidas,
entrando en sus propiedades, no se atrevieron a interferir.
14
Suetonio sigue diciendo de Nerón:
También codiciaba los lugares de diversos graneros, construidos
de sólida piedra, junto a la Casa Dorada. Después de
derribar sus muros con artefactos de asedio, incendió el interior.
El terror duró seis días y siete noches, haciendo que mucha
gente se refugiase en monumentos y tumbas. Los hombres de
Nerón destruyeron no sólo un vasto número de casas de pisos,
sino también mansiones que habían pertenecido a famosos
generales, y todavía estaban decoradas con sus trofeos triunfales.
También templos consagrados y dedicados a los reyes (de
Roma), y otros durante las guerras Púnicas y Gálicas. De hecho,
monumentos muy antiguos de interés histórico habían sobrevivido
hasta aquel momento. Nerón vio la conflagración desde
la Torre de Mecenas, embelesado por lo que llamaba «la belleza
de las llamas», y luego se puso sus ropajes de trágico y cantó «El
saqueo de Ilión», de principio a fin.3
Aquí tenemos pues el relato de Suetonio, escrito varias
décadas después del hecho, en el cual se describe a Nerón
cantando mientras Roma ardía, pero no desde el tejado de su
palacio. Dión Casio escribió su historia de Roma utilizando las
obras de escritores anteriores y añadiendo sus propias opiniones,
desviaciones y floreos, por ejemplo cambiando el nombre
de la melodía que supuestamente tocaba Nerón, al parecer
para dar más énfasis a su afirmación de que Nerón celebraba
la destrucción de su capital. Y desde luego, el relato del fuego
que hizo Suetonio se encontraba entre aquellos a los que tuvo
acceso Dión, mucho después de que se escribiera.
Aunque Tácito no lo menciona, existe una gran probabilidad
de que cuando Nerón llegase a Roma desde Antium, en
realidad observara el fuego desde el mirador de la Torre de
Mecenas, que permanecía en pie en la colina Esquilina, en los
jardines imperiales de Mecenas. El fuego al final se detuvo a
los pies de la Esquilina. Y quizá Nerón cantase una canción o
dos durante aquella tensa semana del incendio. Pero ¿celebró
el fuego, y lo inició él realmente, como aseguraba Suetonio, el
único en decir tal cosa entre los escritores del siglo i o ii, y
como recogía mucho más tarde Dión?
15
Algunos de los «hechos» que da Suetonio y que aparecen
en su libro De vita Caesarium o Vida de los Césares son palmariamente
incorrectos, mientras que otros están mezclados y resultan
confusos y algunos son inventados, sin más. Al parecer
Suetonio empezó a escribir ese libro durante el reinado del
emperador Adriano, cuando el historiador estaba a cargo de
los registros imperiales que se recogían en el Tabulario, los archivos
oficiales de Roma. Suetonio había completado las tres
primeras partes de aquel libro sobre los Césares, que cubrían a
Julio César, César Augusto y Tiberio, cuando cayó en desgracia
con el emperador y perdió tanto su puesto como el acceso a los
registros oficiales, después de comportarse con descortesía con
la emperatriz Sabina.
Hasta aquel momento en su libro abundan las citas de
cartas, diarios y memorias no publicadas de las figuras sobre
las que escribía. A partir de aquel punto Suetonio tuvo que
fiarse de otras fuentes de información... sobre todo, cotilleos.
Como consecuencia, en su biografía de Nerón a menudo encontramos
afirmaciones como «algunos dicen», «según mis
informantes», o «se dice», y Suetonio va relatando anécdotas
sensacionales y difamatorias de Nerón, una tras otra. Para sus
lectores, antiguos y modernos, las revelaciones de Suetonio sobre
Nerón y sus temas imperiales contribuyen a hacer la lectura
más picante, pero desde luego, la historia no necesariamente
resulta más fiable.
Flavio Josefo, el rabino judío, general y escritor que se
convirtió en favorito de los emperadores Flavios, Vespasiano,
Tito y Domiciano, y que estaba en Roma en la época del gran
incendio, diría, unos años más tarde: «Muchos han compuesto
la historia de Nerón, y algunos de ellos se han apartado de la
verdad de los hechos a causa de sus favores, habiendo recibido
beneficios de él». Josefo aludía a algunos como Cluvio Rufo y
Plinio el Viejo, que se sabe que escribieron sobre Nerón, aunque
sus obras, a las cuales se refiere varias veces Tácito, han
desaparecido. «Mientras otros», seguía Josefo, «por puro odio
hacia él [Nerón] y la gran inquina que le profesaban, han despotricado
de una manera tan descarada contra él a base de
mentiras que merecen ser condenados con toda justicia».4
16
Uno de los autores que caía en esta última categoría de Josefo
podría ser el historiador Fabio Rústico. Considerado por
Tácito «el mejor de los escritores modernos», Fabio se había
elevado a una «posición de honor» por su amistad con Séneca
y el patronazgo que éste le prestó, y por lo tanto debió de
contrariarle mucho el sangriento fin que tuvo Séneca, dándole
motivos para odiar a Nerón y encontrarse entre los que «despotricaban
descaradamente contra él» después de la muerte
del emperador. Hasta Tácito tuvo que admitir que de todos sus
contemporáneos, Fabio era el único autor que aseguraba que
Nerón deseaba a su propia madre, Agripina la Joven. Todos
los demás historiadores del momento, decía Tácito, afirmaban
que fue Agripina quien intentó seducir a Nerón para recuperar
el poder que tenía sobre él, y ésta era la verdad aceptada
sobre el asunto.5
El propio Josefo no tenía motivo alguno para amar a Nerón.
Siguiendo las órdenes de Nerón y en nombre de Nerón, Vespasiano
y su hijo Tito hicieron la guerra contra los judíos en Palestina,
el año 67 d.C., y destruyeron Jerusalén y el Templo. Sin embargo
Josefo, que aseguraba que su único interés era la verdad, no hizo
caso alguno a los que vilipendiaban falsamente a Nerón. Suetonio
encajaba a la perfección en la categoría de «descarados mentirosos
» que escribieron falsedades sobre Nerón. Es fácil sospechar
cuáles son las invenciones de Suetonio, que parecen muy alejadas
incluso del clima político y moral de aquella época, pero
no resulta tan fácil probarlas.
«No me sorprenden aquellos que han escrito mentiras sobre
Nerón», continuaba Josefo, «ya que en sus escritos no han
preservado la verdad histórica referente a aquellos acontecimientos
que tuvieron lugar en tiempos anteriores, aunque los
protagonistas [de esas obras] no hubiesen podido incurrir de
ningún modo en su odio, ya que esos escritores vivieron mucho
después de sus tiempos». Josefo quizá muriera antes de que
Suetonio publicase su Vida de los Césares, con sus sensacionales
afirmaciones sobre las costumbres, estilo de vida y deslices de
los antiguos Césares, así como de Nerón. Otros autores eran
igualmente difamatorios. «En lo que concierne a esos autores
que no tienen interés alguno por la verdad», seguía diciendo
17
Josefo, «pueden escribir lo que quieran, porque eso es lo que
se deleitan en hacer».6
La cuestión de la veracidad en las obras de los autores romanos
nos lleva a la moderna y extendida creencia de que en
un intento de encontrar cabezas de turco para el incendio, Nerón
martirizó a los cristianos de Roma, una creencia que se ha
encarnado en una leyenda cristiana. ¿Dónde se originó semejante
creencia? En el Nerón de Suetonio encontramos la breve
referencia en su descripción de la vida y carrera de Nerón: «Se
infligieron también castigos a los cristianos, una secta que profesaba
unas nuevas y malignas creencias religiosas».7 Esta única
frase aparece fuera de contexto, sin referencia alguna al gran
incendio y sin relación con él, y se puede considerar casi con
toda seguridad una adición posterior y ficticia al texto original
de Suetonio, añadida por un copista cristiano.
Sorprendentemente, Tácito, en sus Anales, asegura que
Nerón castigó a los cristianos de Roma en concreto por el gran
incendio, aunque la obra se puede considerar bastante fiable
en otros sentidos, en términos de hechos históricos. Tal y como
se indica bajo el epígrafe de «Nerón» en ediciones recientes de
la Encyclopaedia Britannica, muchos historiadores actuales creen
que ese cuento de la persecución de los cristianos es apócrifo,
y que fue insertado en los Anales de Tácito por parte de un copista
cristiano, siglos después.8
Ninguna de las copias de los grandes libros romanos como
los Anales que existen hoy en día es original. Son copias muy
posteriores, a menudo creadas siglos después de la primera
edición, mediante el proceso laborioso de escritura a mano
por el que pasaban todos los libros antes de la invención de
la imprenta, cosa que hacía que la inserción de interpolaciones
inventadas fuese muy sencilla y, a menos que un lector
estuviese en posesión del texto original, indetectable. Esas
copias de obras antiguas romanas se encontraron, a lo largo
de los últimos siglos, en las bibliotecas de monasterios e
instituciones cristianas (la tarea de escribir libros a mano se
convirtió en competencia de los monjes, en la sociedad cristiana)
y en las bibliotecas privadas de aristócratas que eran
cristianos devotos.
18
Uno de los motivos para sospechar de la autenticidad de
la referencia cristiana en Tácito, así como de la referencia en
Suetonio, es que el término «cristiano» no hace ninguna otra
aparición en la literatura romana del siglo i. Resulta muy revelador
que ni san Pablo ni san Pedro, que según se cree murieron
durante el reinado de Nerón, describieran a sus seguidores
como cristianos en sus cartas evangélicas. Ni tampoco los
Hechos de los Apóstoles, del Nuevo Testamento, que se cree
que escribió san Lucas. Muchos seguidores tempranos de Jesucristo,
que era judío, eran judíos también, como Pablo y Pedro.
Para los romanos, esa religión basada en un nazareno no era
nada más que un culto judío, y por lo tanto sus seguidores durante
largo tiempo fueron etiquetados como judíos.
Dión Casio, que escribía en el siglo iii, decía que en 95 d.C,
el emperador Domiciano hizo arrestar a un cierto número de
personas, incluyendo al propio primo del emperador, Flavio
Clemente, y a la esposa de Clemente, Flavia Domitila, que también
era pariente del emperador, ya que era hija de la hermana
de Domiciano. «Se les acusaba de ateísmo, una acusación por
la que fueron condenados muchos otros que derivaron hacia
las creencias judías», decía Dión.9 Muchos estudiosos romanos
posteriores pensaban que el término «creencias judías» era
una referencia a la fe cristiana. Citaban el caso de otro importante
romano arrestado al mismo tiempo (según Dión, acusado
del mismo delito) y que, como Clemente, fue ejecutado. El
hombre en cuestión era Manio Acilio Glabrio. Para demostrar
la supuesta adhesión de Glabrio a la cristiandad, algunos estudiosos
han asegurado que sus restos se encontraron en una
catacumba cristiana en Roma. Los que critican esa suposición
señalan que esa catacumba se empezó a usar varios siglos después
de la muerte de Glabrio.
En ninguna parte de los textos de Dión se refiere a esas
gentes como «cristianos», un término de uso común en tiempos
de Dión, en el siglo iii. En contra de la afirmación de que
Glabrio era cristiano, y mártir cristiano además, se encuentra el
hecho de que Suetonio, que tenía veintiséis años más o menos
y vivía en Roma en el momento de la ejecución de Glabrio, no
hace referencia a acusación alguna de ateísmo contra aquel
19
hombre. En realidad, según Suetonio, Glabrio era uno de los
tres antiguos cónsules ejecutados por Domiciano porque estaban
«acusados de conspiración», no por ateísmo ni por desviarse
hacia «creencias judías», como decía Dión más de un siglo
después. Suetonio, sin embargo, afirma que Glabrio primero
fue exiliado, y luego ejecutado en el exilio por conspiración.10
Igual que sucedía en el reinado de Nerón, se solía exiliar primero
a una persona por conspiración, y al final se le ejecutaba
como consecuencia de la acusación original.
Menos importantes quizá son los pasajes de los Anales referidos
a Poncio Pilatos como «procurador», un título que se
concede siempre a Pilatos en la literatura cristiana. Pilatos en
realidad ostentaba el cargo menor de prefecto de Judea, algo
que Tácito, que tenía acceso a los registros oficiales del Tabulario
romano, y los citaba con frecuencia en sus Anales, tendría
que haber sabido.
Después de explicar que era una extendida y «siniestra
creencia que la conflagración fue el resultado de una orden»
del emperador, los Anales prosiguen:
Por lo tanto, para librarse de las consecuencias, Nerón
echó la culpa e infligió las torturas más exquisitas a una clase
odiada por sus abominaciones, llamados cristianos por el populus.
Christus, de quien venía aquel nombre, sufrió la pena
máxima durante el reinado de Tiberio, a manos de uno de sus
procuradores, Poncio Pilatos, y esa malévola superstición, controlada
por el momento, rebrotó no sólo en Judea, la fuente del
mal, sino incluso en Roma, donde todas las cosas espantosas y
vergonzosas de todas las partes del mundo encuentran su centro
y se vuelven populares.
De modo que se arrestó en primer lugar a todos a los que se
consideró culpable. Luego, siguiendo su información, se condenó
también a una inmensa multitud, no tanto por el crimen de
incendiar la ciudad como por odio a la humanidad. Se añadieron
mofas de todo tipo a sus muertes. Cubiertos con pieles de animales,
fueron desgarrados por perros y perecieron, o clavados a cruces,
o condenados a las llamas, donde ardieron, para servir como
iluminación nocturna, cuando la luz del día había expirado. Nerón
ofreció sus jardines para el espectáculo, y dio un espectáculo
20
en el circo, mezclándose con el pueblo vestido de auriga o de pie
en un carro. E incluso entre los criminales que merecían castigo
extremo y ejemplar surgió un sentimiento de compasión. Porque
se les destruía no por el bien público, como se quería transmitir,
sino para satisfacer la crueldad de un hombre.11
Que fuese arrestada una «inmensa multitud» es otra causa
que nos hace dudar de que toda esa gente fuese cristiana. Hasta
la propia Iglesia católica reconoce que la comunidad cristiana
en Roma en el año 64 d.C. debió de ser muy reducida. El
apóstol san Pablo, en sus cartas, solía consignar la lista de los
diversos líderes cristianos de la ciudad donde estaba; en sus
cartas de Roma de 60-62 d.C. no nombra a un solo cristiano
local. En una carta que parece estar escrita en el año 66 d.C,
mientras permanecía encarcelado en Roma por segunda vez,
nombraba en concreto a tres varones y una mujer cristianos
que vivían en Roma; por sus nombres, parece que ninguno de
los cuatro era ciudadano, sino que probablemente se trataba
de antiguos esclavos.12
Que en realidad hubiese cristianos en Roma por aquel entonces
es algo que afirman los Hechos de los Apóstoles, que
refieren que un pequeño grupo de cristianos salió de la ciudad
para reunirse con Pablo en su última parada fuera de Roma,
mientras se dirigía hacia la capital, en la primavera de 60 d.C.13
Pero que Tácito describiese a esa pequeña comunidad como
una «clase» de Roma no suena nada creíble. La observación de
que Nerón ejecutó a algunas de esas personas en cruces después
del gran incendio no nos dice si eran cristianos o no, pero
sí nos dice que no eran ciudadanos romanos. La crucifixión
era el método habitual de ejecución para los no ciudadanos
convictos de algún crimen en todo el Imperio romano, siglos
antes y después de la crucifixión de Cristo. El uso de cruces
para la ejecución de aquellos prisioneros no era una alusión
deliberada a su cristiandad ni una burla de ella. No tenía nada
que ver con la cristiandad.
¿Es una falsificación todo ese fragmento de los Anales,
como creen algunos? ¿O bien la persona responsable de la interpolación
se limitó a cambiar alguna palabra aquí y añadir
21
una frase allá para distorsionar el original de Tácito, por motivos
de propaganda religiosa? ¿Y si el texto original hubiese
descrito a los arrestados y ejecutados por iniciar el fuego como
seguidores de la diosa egipcia Isis, por ejemplo, en lugar de
cristianos? En ese caso, lo único que tuvo que hacer el interpolador
fue sustituir «egipcios», como eran conocidos los seguidores
de Isis, por la palabra «cristianos».
La adoración de Isis estaba entre los cultos religiosos más
populares seguidos por los no ciudadanos romanos del siglo i.
Los primeros altares de Isis aparecieron en el monte Capitolino
ya a principios del siglo i a.C. Destruidos por el Senado en
58 a.C., pronto fueron reemplazados por un templo a Isis, el
Iseum, que fue arrasado por órdenes del Senado ocho años
más tarde. El llamado Primer Triunvirato, Octavio, Antonio y
Lépido, hizo erigir un nuevo templo para Isis y su consorte Serapis
en 43 a.C. (el Iseum Campense) en el Campo de Marte,
a las afueras del Roma hacia el norte. Finalmente, se construirían
también en Roma otros grandes Isea o templos a Isis, uno
en el monte Capitolino y otro en Regio III, y otros más pequeños
en las colinas Celia, Aventina y Esquilina.
Isis, a quien se consideraba una diosa bondadosa que
aceptaba a hombres y mujeres, ricos y pobres, y que prometía
la vida eterna y consuelo para las aflicciones terrenales de sus
seguidores, pronto tuvo miles de seguidores entre todas las clases
de Roma, pero sobre todo entre las inferiores. El culto de
Isis implicaba ciertos misterios que los seguidores no podían
revelar a los no creyentes. Incluso había bastantes similitudes
entre el culto de Isis y la posterior fe cristiana, entre ellas
la iniciación mediante el bautismo con agua, la creencia en la
resurrección y la adoración de una madre y un hijo sagrados,
Isis y Horus. Posteriores estatuas de la Virgen María alimentando
a Jesucristo niño muestran un asombroso parecido con las
antiguas estatuas de Isis alimentando a su hijo Horus, que muy
bien pudieron inspirarlas.
Hacia 64 d.C. el culto de Isis llevaba un siglo disfrutando
intermitentemente del favor de Roma. En 21 a.C. la mano derecha
de Augusto, el eficiente Marco Agripa, prohibió que se
practicaran los ritos del culto de Isis en el radio de una milla
22
de Roma. En 18-19 d.C., durante los primeros años del reinado
del siguiente emperador, Tiberio, cuatro mil «egipcios» y judíos,
todos ellos libertos en edad militar (dieciocho a cuarenta
y seis años) fueron reunidos en Roma y enviados a reprimir
forajidos en la isla de Cerdeña.
Al resto de los egipcios y judíos de la capital, incluidos
aquellos que tenían la ciudadanía romana, se les requirió que
abandonasen su fe o partiesen de Italia en una fecha dada. Además,
según relata Suetonio, Tiberio forzó «a todos los ciudadanos
que abrazaban esas fes supersticiosas a que quemasen sus
vestiduras religiosas y otros accesorios».14 Aquellos sacerdotes de
Isis que no abandonasen su fe serían crucificados, siguiendo las
órdenes de Tiberio. Según el autor Filo Judeus, un anciano judío
del siglo i de Alejandría, esa persecución pre-cristiana de los
judíos la llevó a cabo el prefecto del pretorio de Tiberio, Sejano,
que poseía, según las palabras de Filo, «odio y designios hostiles
contra la nación judía».15 Mientras tanto, se decía que Tiberio
en persona había arrojado una estatua de Isis al río Tíber.
Con el siguiente emperador, Cayo (conocido como Calígula),
tanto los egipcios como los judíos volvieron a Roma, y
se adoptó oficialmente a Isis en el panteón romano. Calígula
incluso dedicó su nuevo palacio en el monte Palatino a la diosa,
llamándolo Aula Isíaca o Sala de Isis. Pero su sucesor Claudio
expulsó a todos los seguidores de Isis de Roma por «crear
disturbios», según Suetonio. Los judíos fueron expulsados por
Claudio por separado de la ciudad por similares «disturbios».16
Con Nerón, no sólo se permitió el culto de Isis en Roma, sino
que el emperador también añadió varias festividades isíacas al
calendario oficial. Nerón pasaría por un periodo en el cual se
obsesionaría con todo lo egipcio, y se ha sugerido que su interés
por Isis pudo provenir de la influencia de Queremón,
antiguo bibliotecario en el Sarapeum, el templo de Serapis, en
Alejandría. Se dice que este estoico egipcio fue tutor de Nerón
durante un breve tiempo cuando era niño.
También se ha dicho que una vez Nerón se convirtió en
emperador, Apolonio de Tirana, cliente de Nerón que, guiado
por los sacerdotes egipcios, aseguraba ser profesor del cielo
y seguidor de Isis, influyó en las creencias de Nerón. Muchos
23
eruditos piensan que Nerón, destrozado por la culpa tras el
asesinato de su madre en 59 d.C., empezó a buscar una espiritualidad
que le condujo, al menos durante un tiempo, a abrazar
personalmente el culto de Isis, la diosa madre. Aunque su
interés por Egipto y las costumbres egipcias no se había desvanecido
en 64 d.C., parece ser que Nerón ya había abandonado
a Isis en su inquieta búsqueda de alivio espiritual.
Algunas leyendas cristianas incluso sugieren que Nerón
consultó al apóstol Pablo cuando el evangelista estaba en
Roma, ya que Pablo había convertido al cristianismo a la amante
liberta de Nerón, Acte, y a su copero oficial en el Palatium.
A través de esos dos, según quiere la leyenda, el emperador
consultó a Pablo. La creencia tradicional de que Acte era cristiana,
o la perpetuación moderna de esa leyenda, procede de
la novela de 1895 Quo Vadis? del autor polaco Henryk Sienkiewicz,
ganador del premio Nobel, que hizo cristiano al personaje
de Acte. Se supone que parte del atractivo del credo de
Pablo para Nerón era la creencia en una madre santa y un nacimiento
virginal, una creencia compartida por la cristiandad, el
culto de Isis y otras religiones orientales, pero eso se contradice
con el hecho de que la Virgen María nunca apareciera en las
enseñanzas de Pablo.
Tácito deja bien claro que a pesar de cualquier acto de
benevolencia por parte de Nerón inmediatamente después del
gran incendio, que según dice Tácito, le atrajo una gran popularidad
a corto plazo entre el público, no pudo sobreponerse
al rumor que corrió por toda la ciudad más rápido aún que las
devoradoras llamas: él mismo había causado el desastre. Estaba
en el carácter de Nerón —que tenía veintiséis años y llevaba
toda su corta vida dominado por otros y agobiado por problemas
de falta de confianza, y se veía acosado por una absurda
campaña de rumores que le echaba la culpa del fuego a él—
encontrar alguna cabeza de turco, para desplazar la culpa de
sus propios hombros a los de otro.
El culto de Isis, que atrajo a Nerón en un principio, luego
llegó a decepcionarle. Al final se burlaba del culto públicamente.
Al echar la culpa del gran incendio a los seguidores de Isis,
podía estar seguro de aprovecharse de un desagrado muy ex24
tendido por ese culto. A los demás romanos, sobre todo los de
las clases superiores, no solían gustarles los seguidores de Isis.
El poeta Juvenal, por ejemplo, los ridiculizaba. Su contemporáneo
Plutarco, el historiador griego que sirvió como sacerdote
en el Templo de Apolo de Delfos, consideraba detestable el
culto de Isis. Suetonio, a principios del siglo ii, describía este
culto como «un orden bastante cuestionable».17
Uno de los motivos por los que la mayoría de los romanos
criticaban aquel culto era su adoración de los animales, entre
ellos el cocodrilo, el ibis y el mono de cola larga. A la propia Isis
se la representaba con cuernos de toro sobresaliendo de la cabeza
y su consorte masculino, Serapis, dios del inframundo, a
menudo se representaba como un toro. El Navigium Isidis era
un festival de Isis que tenía lugar el 5 de marzo, y que se había
convertido en parte del calendario romano, como inauguración
anual de la temporada de navegación del Mediterráneo
mediante la bendición de las flotas. En la procesión oficial que
abría las festividades tomaba parte un sacerdote que llevaba la
cabeza de perro de Anubis, el dios egipcio de la muerte. Esos
dioses animales eran aberrantes para los romanos, acostumbrados
a adorar a deidades con forma humana, y la participación
en el culto se consideraba algo vergonzoso.
Otras pruebas apuntan a la identidad de aquellos que fueron
ejecutados por orden de Nerón después del gran incendio.
Examinemos otra vez lo que dicen de ellos los Anales: «Se añadieron
a las muertes burlas de todo tipo. Cubiertos con pieles
de animales, fueron desgarrados por perros y perecieron».
Consideremos también que los romanos creían que los seguidores
de Isis adoraban a los animales, y que Anubis, el dios
egipcio de los muertos, tenía cabeza de perro. Inversamente,
los sacerdotes de Isis se abstenían de todo contacto con productos
animales, que consideraban impuros, y llevaban ropa
de lino y sandalias de papiro. Por todos esos motivos, la mofa
a la que se refiere Tácito, obligando a los condenados a vestir
pieles de animales mientras los desgarraban unos perros, sugiere
que esas personas eran seguidores de Isis.
Había también otra conexión: como Nerón debía de saber
muy bien, el fuego formaba parte importante de las obser25
vancias de la religión isíaca. De modo que matar a los prisioneros
quemándolos no era sino otra burla más del culto, que
habría hecho muy creíble la conexión entre la adoración a Isis
y el gran incendio para los romanos de la época. No es imposible
que los seguidores de Isis fuesen culpables de extender el
fuego para «limpiar» Roma, o incluso quizá de prender el foco
secundario en la propiedad Emiliana.
La primera parte del fragmento pertinente de Tácito, tal y
como éste lo escribió, quizá hubiese podido decir algo como lo
siguiente: «Consecuentemente, para librarse de las represalias,
Nerón echó la culpa e infligió las más refinadas torturas a una
clase odiada por sus abominaciones, seguidores del culto de
Isis, llamados egipcios por el populacho, que habían enraizado
en Roma, donde todas las cosas espantosas y vergonzosas encuentran
su centro y se hacen populares».
Todo indica que el culto de Isis fue decayendo a lo largo
de los años siguientes, después del gran incendio, antes de que
uno de los tres primeros emperadores del tumultuoso año 68-
69 (Galba, Otón o Vitelio), en el que hubo cuatro, permitiera
de nuevo la adoración de Isis. Tan rehabilitado quedó el culto de
Isis bajo los emperadores Flavios que en 71 d.C. Vespasiano y
su hijo Tito velaron en el Iseo del Campo de Marte la noche
antes de celebrar su triunfo conjunto por haber sofocado la
revuelta de Judea.
El segundo hijo de Vespasiano, Domiciano, último de los
tres emperadores Flavios, salvó la vida al disfrazarse de sacerdote
de Isis en diciembre de 69 d.C. Quizá se afeitara también la
cabeza como hacían los sacerdotes, que se afeitaban el cuerpo
entero cada tres días, y adoptase su sencilla túnica de lino que
llegaba hasta los tobillos para escapar del complejo capitolino
envuelto en llamas, acompañado por su primo Clemente, disfrazado
de la misma guisa. Quizá llevasen también las máscaras
con cabeza de perro de Anubis, como fue el caso cuando un
edil llamado Marco Volusio usó el mismo disfraz, el de un sacerdote
de Isis, para escapar de las proscripciones del Primer
Triunvirato que siguieron al asesinato de Julio César. La huida
de Domiciano se produjo cuando los hombres de la guardia
personal del emperador Vitelio, la llamada Guardia Germana,
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cercaban al hermano de Vespasiano, Sabino, a los miembros
de su familia y a los que les apoyaban en el monte Capitolino.
En cuanto ascendió al trono, Domiciano se declaró a sí mismo
encarnación del consorte de Isis, Serapis, y animó y promovió
activamente el culto. Reparó el templo de Isis en el Campo
de Marte, que estaba muy dañado por el incendio del año 80
d.C., y decoró otros diversos templos de Isis y Serapis, incluyendo
el del Capitolio. Se cree también que fue Domiciano quien
erigió un nuevo templo a Isis en Beneventum en 88 d.C.
El historiador Tácito, senador durante el reinado de Domiciano,
despreciaba al joven emperador cruel y vengativo y
todo lo que representaba, pero se sentía avergonzado de sí mismo
por consentir el sangriento gobierno de Domiciano. Sin
duda, como su compañero historiador Suetonio, Tácito también
despreciaba el culto de Isis, y lo tachaba sin vacilación de
«espantoso y vergonzoso», aunque no fuera por otro motivo
que por el hecho de que lo había adoptado Domiciano. En
realidad, resulta dudoso que Tácito, partidario devoto de los
dioses romanos, hubiese oído hablar mucho de la cristiandad
o de Cristo, mientras que llevaba toda su vida en contacto con
el culto de Isis, del que sí tenía conocimiento. Todo esto hace
mucho más probable que describiera como «espantosos y vergonzosos
» a los isíacos, y no a los cristianos.
Sin embargo, a pesar de todo este asunto de los violines
y los cristianos y el misterio de quién prendió el fuego, hay
que explorar otras cuestiones históricas mucho más complejas
relativas al gran incendio. La Roma del año 64 d.C era una metrópoli
populosa y floreciente que, según se decía, no dormía
nunca. Experimentaba un tiempo de auge, igual que el Imperio
romano en su conjunto. Los desastres militares de unos
años antes en Oriente y en Britania eran ya historia reciente. En
Britania, la reina guerrera celta Boudica y sus rebeldes habían
sido aplastados de una forma sangrienta en 60-61 d.C., y se había
establecido allí el comercio habitual para los romanos. En
Armenia, el brillante general romano Domicio Córbulo había
derrotado dos veces a las fuerzas armenias y partas, y en 63 d.C.
obligó al rey de Armenia, Tirídates I, de origen parto, a convertirse
en aliado de Roma.
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Más aún, Córbulo había conseguido el acuerdo de Tirídates
de que acudiría a Roma, se inclinaría ante Nerón y le
reconocería como señor y soberano... cosa que hizo en 66 d.C.
Nunca antes se había inclinado un parto ante un emperador
romano. La fama y la popularidad de Nerón estaban en su punto
álgido entre el pueblo común romano. ¿Cómo es posible entonces
que cuatro años después del gran incendio la gente le
diese la espalda y éste se viese obligado a abandonar su trono?
¿Qué había cambiado la actitud del público, sofocando su ardor
y destruyendo su lealtad hacia el joven emperador, último
miembro de la reverenciada familia de los Césares?
Hubo frecuentes y graves incendios en Roma antes del
64 d.C, y varias conflagraciones más destruirían partes significativas
de la ciudad a lo largo de los cuarenta años que siguieron.
El incendio más importante después del que nos ocupa fue
un fuego provocado que destruyó el complejo capitolino en
69 d.C. Otro fuego causó una devastación muy extensa en el
Campo de Marte en 80 d.C., y otro provocó graves daños en
el centro de Roma en 104 d.C.
Sin embargo, la destrucción de casi dos tercios de Roma
por un fuego rugiente fue un desastre que sólo se pudo comparar
a la destrucción de gran parte de la ciudad por parte de los
celtas en 390 a.C. Fue un acontecimiento que indudablemente
traumatizó a la población. Y unos meses después del incendio
de 64 d.C., salieron a la luz diversas conspiraciones de aristócratas
romanos y de oficiales de la propia guardia de palacio
de Nerón para derrocarle. Un año después de esas conspiraciones,
estallaron rebeliones más importantes contra el gobierno
de Nerón en Judea y la Galia, y la suerte quedó echada. Se
aproximaba ya la era menos gloriosa de Nerón.
Aquí exploramos dos aspectos del gran incendio: el fuego
físico que sepultó la capital del mundo romano en 64 d.C. y el
fuego político desencadenado por sus efectos, y que condujo a
la destrucción de la dinastía de los Césares. Usando los textos
de numerosos autores clásicos como fuente, en la obra seguimos
fielmente la vida de Nerón y de muchas de las figuras cuya
fortuna se vio afectada por el gran incendio. La historia empieza
a la vez que el año 64 d.C., el día de Año Nuevo.