Lo que profetiza Mozart, unos años antes de su muerte, cuando, al final de La Flauta Mágica, las tropas de Sarastro derrotan a las legiones de
la Reina de la Noche en el templo del Sol, es la victoria de la «Ilustración» sobre el oscurantismo.
Nos encontramos en 1791, la Revolución francesa acaba de estallar, pero el éxito de la «Ilustración» sigue siendo incierto. Diez años más tarde, cuando por fin se estrena la obra de Mozart en París, el triunfo de las nuevas ideas parece más consolidado; pero, de entre el público que aplaudió La Flauta transformada en los Misterios de Isis, con libreto de Morel y arreglos de Lachnith, ¿cuántos espectadores reconocieron en Sarastro el rostro del general Bonaparte convertido en el Primer Cónsul de la República y el último baluarte de las conquistas revolucionarias? Conjunción inesperada de un individuo y de un cambio político. Por un lado, un oficial soñador y distraído al servicio de una monarquía a la que sirve como mercenario, una mentalidad de exiliado, una tendencia suicida, un hastío paseado de cuartel en cuartel. Por otro, la Revolución, o quizá las Revoluciones, si se tienen en cuenta la diversidad de los objetivos perseguidos. Como observó Chateaubriand, son los nobles quienes asestaron los primeros golpes al viejo edificio monárquico. Aprovechando la crisis financiera de la realeza, intentaron poner en tela de juicio los principios del absolutismo. Ese era el objetivo asignado, más o menos abiertamente, a la reunión de los Estados Generales.
El desagravio de la Fronda, el final de las humillaciones políticas y el retorno a las leyes fundamentales que invocaba ya el cardenal de Retz en sus Memorias y luego Fénelon en sus últimas obras, era eso lo que deseaba en el fondo de sí misma la nobleza liberal detrás de las grandes palabras inspiradas por los filósofos leídos demasiado apresuradamente, la guerra de Independencia de Estados Unidos, en la que habían participado generosamente un La Fayette y un Noailles, o los panfletos de un marginal como el conde de Antraigues.
El Catorce de Julio y el Gran Miedo barrieron las ilusiones. Una vez abierta imprudentemente la caja de Pandora, la antigua nobleza se vio engullida, se suprimieron los títulos, se abolieron los derechos feudales y se confiscaron las propiedades. Y es que otra sublevación había tomado el relevo. A la Fronda le sucedió la Jacquerie. Estos movimientos desordenados de campesinos, antaño abocados al aplastamiento, abarcaron de nuevo gran parte de Francia y adoptaron un carácter original. De la revuelta anárquica se pasó a la revolución. Se produjo una toma de conciencia. Los cahiers de doléances [«cuadernos de quejas y reclamaciones»] formularon objetivos precisos: el final del régimen feudal y la apropiación del suelo. La revisión de los títulos de propiedad, emprendida por una nobleza cada vez más endeudada, desempeñó un papel catalizador. En cambio, no existieron consignas políticas. Uno se subleva contra el señor, no contra el rey, a pesar del gravamen de los impuestos y la dureza de las faenas. Fue una revolución pronto apaciguada: los decretos que abolieron el feudalismo en la noche del 4 de agosto, la venta de los bienes de la Iglesia, el alza de los precios que devaluaban los arrendamientos y la subida ―más lenta, es cierto― del salario de los jornaleros en numerosas regiones, transformaron al campesinado francés, o al menos a una parte, en una masa conservadora, interesada en las conquistas revolucionarias, desde luego, pero que nutrirá pronto los batallones encargados de aplastar las insurrecciones proletarias del siglo xix. El rey habría podido utilizar al campesinado contra sus nobles rebeldes, pero habría tenido que ocupar el trono un Luis XI o un Luis XIV. Luis XVI carecía de autoridad sin la excusa del escéptico o del juerguista. Otros se beneficiaron de la confusión de las zonas rurales: los burgueses o, al menos, una vez más, un sector de la burguesía. Los rentistas, los propietarios de cargos, el gran negocio portuario y el comercio de lujo padecieron terriblemente. La banca se aterró, y limitó sus operaciones. Los más audaces suelen ser los más modestos, en los confines de la pequeña burguesía. ¿Cómo no recordar al señor Grandet?
Cuando la República francesa puso en venta, en el distrito de Saumur, los bienes del clero, el tonelero, que por entonces tenía cuarenta años, acababa de casarse con la hija de un rico comerciante en maderas. Grandet, provisto de su fortuna líquida, y de la dote de su mujer, unos dos mil luises de oro, se fue a la capital del distrito y allí obtuvo, gracias a los doscientos luises dobles que su suegro ofreció al feroz republicano que se encargaba de la venta de los territorios nacionales, por un pedazo de pan, legalmente, si no legítimamente, los viñedos más hermosos de la comarca, una antigua abadía y unas cuantas alquerías. Políticamente, protegió a los antiguos nobles e impidió con todo su poder la venta de los bienes de los emigrados; comercialmente, abasteció a los ejércitos republicanos con uno o dos mil toneles de vino blanco e hizo que le pagaran con unos soberbios prados que pertenecían a un convento de monjas y que se habían reservado para un último lote.
En tiempos del Consulado, el gentilhombre Grandet se convirtió en alcalde, administró con prudencia y vendimió aún mejor; en la época del Imperio, se le llamó señor Grandet. Los Grandet eran numerosos en provincias, pero fue en París donde la especulación con los suministros a los ejércitos y la devaluación del papel moneda adquirieron mayor amplitud. Desaparecen los nobles y comienza el reino de los notables. Se creó una nueva burguesía, la que supo comprar los bienes nacionales en un período de inflación o acaparar las encomiendas del Estado, la que se infiltró en la administración o que conocía el derecho, la que pudo, en definitiva, liberada de la sujeción de las corporaciones y a resguardo del proteccionismo instituido por el Directorio, desarrollar talleres y manufacturas. ¿Qué quería la burguesía en 1789? Sieyès expuso sus ideas en el célebre folleto ¿Qué es el Tercer Estado? Más conciso, Napoleón resumió sus aspiraciones en una frase quizá apócrifa: «la vanidad; la libertad —añadió—, solo ha sido un pretexto». La reacción feudal, al cerrar o amenazar con cerrar las filas de la nobleza a una burguesía en plena ascensión en una Francia en plena expansión, empujó a los burgueses hacia la oposición a las instituciones sociales. Los primeros rebeldes no siempre fueron por lo demás quienes se aprovecharon de la destrucción del Antiguo Régimen, pues con frecuencia la propiedad burguesa del siglo xviii fue víctima de la abolición del feudalismo. Sin embargo, no deja de ser cierto que burgueses y campesinos se vieron comprometidos, como se ha subrayado tantas veces, en un mismo combate contra el feudalismo. Saldrían de él vencedores y vagamente solidarios. ¿No representaban acaso la cantidad y el talento? Una cuarta corriente quedó al margen: el proletariado urbano. Al comienzo, el paro y la carestía arrojaron a las calles de las ciudades, y especialmente en París, a artesanos, obreros, criados y ganapanes.
La escasez de las grandes empresas, la estructura arcaica de los talleres y las condiciones de trabajo que aproximaban a patrones y obreros seguían impidiendo el nacimiento de problemas sociales agudizados y la idea de huelga siguió estando confinada a una casa o, como máximo, a algunos miembros de una misma profesión. Influidas por Rousseau, las aspiraciones sociales se limitaban a un mundo de «pequeños productores y de pequeños comerciantes independientes»; y los sans-culottes soñaban con una especie de «patronato universal». Este proletariado urbano sirvió como punta de lanza, bajo el Terror, para la Revolución. Pero, preocupada por garantizar una mano de obra barata a la industria naciente, la Constituyente, mediante la ley Le Chapelier del 14 de junio de 1791, prohibió todo tipo de coalición obrera, e incluso la desaparición de las corporaciones favoreció la explotación de los niños en las manufacturas. Deseoso por garantizar el mantenimiento del orden y la consolidación de la ―de su― propiedad, los termidorianos, por su parte, se apresuraron a desarmar las barriadas. La nueva burguesía desarticuló el movimiento sans-culotte, mientras que los campesinos permanecían impasibles ante este fracaso. Después del golpe de Estado de Brumario, Bonaparte declaró: «Yo soy la Revolución», para contradecirse a continuación: «La Revolución se terminó». El fin de la Revolución: se asignó el 5 de agosto de 1789, o cuando la separación de la Constituyente, día que la Convención celebró al Ser supremo o cuando la cabeza de Robespierre cayó en el cesto. Para terminar la Revolución, se presentaban tres vías posibles: retorno al sistema monárquico y aristocrático (con la antigua o una nueva dinastía); consolidación de las conquistas burguesas y campesinas; satisfacción de las aspiraciones de la sans-culotterie parisina. Retorno al pasado; mantenimiento del presente; preparación del futuro. La aventura napoleónica depende de una elección, la que efectuó Bonaparte en 1799. BiBliografía general El héroe de esta aventura inspiró más libros que días hayan transcurrido desde su muerte. Esta inflación no es un fenómeno estrictamente nacional ni siquiera europeo.
Llega hasta Asia: en 1837, Ozeki San’ei escribió en chino una biografía de Napoleón.
Según Louis Villat, la primera biografía completa del Emperador dataría de 1821, el mismo año de su desaparición: Napoleon: 1ntroducción son éducation, sa carrière militaire, son gouvernement, sa chute, son exil et sa mort, escrita por M. C.
Pero la biografía napoleónica ya era entonces descomunal, repartida entre el panfleto y el elogio oficial. Arnault emprendió en 1822 una Vie politique et militaire de Napoléon. Laurent de l’Ardèche en 1826, Norvins en 1827, Jomini y Thibaudeau ese mismo año, y finalmente Walter Scott, se apresuraron a imitarlo. Todas estas tentativas se eclipsaron ante la monumental Histoire du Consulat et de l’Empire que Thiers concluyó en 1862, que abría el camino a Michelet (Histoire du xix e siècle, 1875) y a Taine (Les Origines de la France contemporaine: le régime moderne, 1887), y anunciaba las largas series de Frédéric Masson (Napoléon et sa famille, 13 volúmenes, 1897-1919), Driault (Napoléon et l’Europe, 5 tomos, 1912-1927, que retoma L’Europe et la Révolution française de Albert Sorel), Lanzac de Laborie (Paris sous Napoléon, 8 tomos, 1905-1911), L. Madelin (Histoire du Consulat et de l’Empire, 16 volúmenes, 1936-1954), Jean Thiry (Napoléon Bonaparte, 28 tomos, 1938-1975). El Segundo Imperio había emprendido una publicación en 32 volúmenes de la Correspondencia, compilación incompleta y falsificada a veces pero que daba una idea de la prodigiosa actividad del Emperador (el Dictionnaire de l’Empereur de Palluel, 1969, permite ser utilizado cómodamente a falta de índice). Hay que añadir los suplementos de Lecestre, L. de Brotonne, Lumbroso, Masson, d’Huart, Tuetey y Picard, etc. «Se hablará de su gloria, en la humildad, durante mucho tiempo», profetizaba Béranger. Fue un diluvio, de Capefigue (1831) a Lanfrey (1867), de Peyre (1887) a Guillois (1889). Encontramos Napoleones «de izquierdas» (Jaurès, Histoire socialiste, t. VI, 1905; Tersen, Napoléon, 1959; Soboul, Le Premier Empire, 1973) y Napoleones «de derechas» (J. Bainville, Napoléon, 1931; Ch. Maurras, Jeanne d’Arc, Louis XIV et Napoléon, 1938; L. Daudet, Deux idoles sanglantes, la Révolution et son fils Bonaparte, 1939; F. Olivier-Martin, L’Inconnu Napoléon Bonaparte, 1952), todos excelentes. El panfleto (Iung, Bonaparte et son temps, 1880-1881; J. Savant, Tel fut Napoléon, 1953; H. Guillemin, Napoléon tel quel, 1969) se codea con la hagiografía (M. Tartary, Sur les traces de Napoléon, 1956). Vívidos son: G. Lenôtre, Napoléon, croquis de l’épopée (1932), A. Castelot, Bonaparte et Napoléon (1968), L. Chardigny, L’homme Napoléon (1987); y eruditos: Lavisse y Rambaud, Histoire générale, t. IX, Napoléon (1897), Pariset, Le Consulat et l’Empire (t. III de L’Histoire de France contemporaine de Lavisse, 1921), G. Lefebvre, Napoléon (1935, reed. por Soboul), Fr. Dreyfus, Le Temps des Révolutions (1968), Godechot, Napoléon (1969), Furet y Bergeron (1973), Sussel, 001-584 Napoleon.indd 15 22/03/2012 9:17:1216 napoleón Napoléon (1970), Bergeron, Lovie y Palluel, L’Épisode napoléonien (1972), A. Latreille, L’Ère napoléonienne (1974), L. Genêt, La Révolution et l’Empire (1975). Napoleón existe en pequeño formato (Lucas-Dubreton, 1942; M. Vox, 1959, Bertrand, 1973, Dufraisse en la colección «Que sais-je?») y en gran formato en cuarto (G. Lacour-Gayet, 1921). Hay Napoleones rusos (Merejkowski, 1930; Tarlé, varias reeds.; Manfred, 1977), alemanes (Kircheisen, 1911-1934; Ludwig, 1924), ingleses (Seely; Rosebery, 1900; Holland Rose, 1901; Thompson, 1952; Markham, 1963; Cronin, 1976), estadounidenses (Dowd, 1957; Holtman, 1967), italianos (Lumbroso, 1921; Zaghi, 1969), chinos (Li Yuan Ming, 1985) u holandeses (Geyl, 1949). Podemos seguirlo día a día: Schuermans, Itinéraire général de Napoléon (1911); L. Garros, Quel roman que ma vie (1947); J. Massin, Almanach du Premier Empire (1965). Y podemos situarlo en el espacio: l’Atlas elaborado por Thiers, l’Atlas de la Grande Armée de J.-C. Quennevat (1966), y l’Atlas administratif du Premier Empire de F. de Dainville y J. Tulard (1973). Napoleón fascinó a todos los escritores: no solo a Chateaubriand, Hugo, Balzac, Stendhal y Sénancour, sino también a L. Bloy, Elie Faure (1921), Delteil (1929), Rosny Aîné (1931), Suarès (1933), J. Romains (1963), A. Maurois (1964), P. Morand (Napoléon homme pressé, 1969) y A. Malraux (Les chênes qu’on abat), sin olvidar los guiones de las películas de A. Gance y de S. Guitry. Pero el historiador no obtendrá mucho provecho de estas lecturas. Las revistas son innumerables: Revue de l’Empire (1842-1848), Revue napoléonienne (de Lumbroso, principalmente entre 1901 y 1909), Revue des Études napoléoniennes (1912-1939; deslumbrante hasta cerca de 1930; superficial y hagiográfica a continuación; con índices); Revue de l’Institut Napoléon (aparece a partir de 1938; tomó el relevo, bajo el estímulo de M. Dunan, de la Revue des Études napoléoniennes; índices); Le Souvenir napoléonien, que se apartó de la hagiografía, desde 1970, a cambio de números especiales); Toute l’histoire de Napoléon (publicó entre 1951 y 1952 algunos excelentes números especiales); Bulletin de la Société belge d’études napoléoniennes (92 números entre 1950 y 1975, sobre todo centrados en Waterloo; índices en el n.º 92); Rivista italiana di Studi napoleonici (de valor desigual y de publicación irregular, pero con frecuencia interesante); Het Nederlands genpotschap voor Napoleontische studien (en holandés); tampoco hay que desdeñar los Annales historiques de la Révolution française (desde 1908). Existen varios diccionarios de utilidad: Biographie des hommes vivants (1816); Arnaull, Jay, Jouy y Norvins, Biographie nouvelle des contemporains (1821); P. Larousse, Grand dictionnaire universel du xix e siè- 001-584 Napoleon.indd 16 22/03/2012 9:17:12introducción 17 cle (de una excepcional riqueza); B. Melchior-Bonnet, Dictionnaire de la Révolution et de l’Empire (1965); Connelly, Historical Dictionary of Na poleonic France (excelente) (1985). Todos fueron reemplazados por el Dictionnaire Napoléon (bajo la dirección de J. Tulard, en 1987) que, a través de más de 3.200 entradas, permite trazar un recorrido completo por el período (militares, funcionarios, artistas, eruditos, instituciones, batallas, vida cotidiana...). Especializados son los de Robert, Bourloton y Cougny (Dictionnaire des Parlementaires, 1889-1891), y Six (Diction naire des généraux et amiraux de la Révolution et de l’Empire, 1934). En la École Pratique des Hautes Études (IVª sección), se pueden consultar las tesis de H. Robert sobre el personal diplomático, de D. Duchesne sobre el Tribunal Supremo, de Pinaud sobre los obispos de Napoleón, de U. Todisco sobre el Tribunal de Cuentas y de Szramkiewicz sobre los regentes y censores del Banco de Francia, estas dos últimas impresas, que son equivalentes a diccionarios biográficos. La historia del período se verá renovada por la apertura de los fondos de archivos privados: léanse a este respecto las crónicas anuales de Ch. de Tourtier en la Revue de l’Institut Napoléon. Dominando el conjunto de la producción por la calidad del texto y una iconografía extraordinaria que vuelve obsoletos los viejos álbumes de Dayot e incluso el Napoléon de Bourguignon (1936): Jean Mistler y colaboradores, Napoléon et l’Empire (1968). También se encuentra iconografía en Grand-Carteret (1895), en Broadley, Napoléon in caricature (1911), y Catherine Clerc, La Caricature contre Napoléon (1985), pero con una intención hostil. El lector deseoso de saber más puede remitirse a las excelentes guías bibliográficas: G. Davois, Bibliographie napoléonienne française (1909; muy completa hasta esa fecha); L. Villat, Napoléon (1936) y J. Godechot, L’Europe et l’Amérique à l’époque napoléonienne (1967). Las gigantescas bibliografías de Lumbroso, de Kircheisen y de Monglond quedaron inacabadas. En puntos precisos: E. Hatin, Bibliographie de la presse pé riodique française (reed. 1965); Guide bibliographique sommaire d’his toire militaire (1969); J. Tulard, Bibliographie critique des mémoires sur le Consulat et l’Empire (1971), recuerda que numerosas memorias fueron obra de tintoreros, Saint-Edme, Lamothe-Langon, Villemarest, Beauchamp, Marco Saint-Hilaire, incluso Balzac. Cada año la Bibliographie de l’Histoire de France publicada por el CNRS proporciona obras y artículos aparecidos sobre el período 1800-1815.
Nos encontramos en 1791, la Revolución francesa acaba de estallar, pero el éxito de la «Ilustración» sigue siendo incierto. Diez años más tarde, cuando por fin se estrena la obra de Mozart en París, el triunfo de las nuevas ideas parece más consolidado; pero, de entre el público que aplaudió La Flauta transformada en los Misterios de Isis, con libreto de Morel y arreglos de Lachnith, ¿cuántos espectadores reconocieron en Sarastro el rostro del general Bonaparte convertido en el Primer Cónsul de la República y el último baluarte de las conquistas revolucionarias? Conjunción inesperada de un individuo y de un cambio político. Por un lado, un oficial soñador y distraído al servicio de una monarquía a la que sirve como mercenario, una mentalidad de exiliado, una tendencia suicida, un hastío paseado de cuartel en cuartel. Por otro, la Revolución, o quizá las Revoluciones, si se tienen en cuenta la diversidad de los objetivos perseguidos. Como observó Chateaubriand, son los nobles quienes asestaron los primeros golpes al viejo edificio monárquico. Aprovechando la crisis financiera de la realeza, intentaron poner en tela de juicio los principios del absolutismo. Ese era el objetivo asignado, más o menos abiertamente, a la reunión de los Estados Generales.
El desagravio de la Fronda, el final de las humillaciones políticas y el retorno a las leyes fundamentales que invocaba ya el cardenal de Retz en sus Memorias y luego Fénelon en sus últimas obras, era eso lo que deseaba en el fondo de sí misma la nobleza liberal detrás de las grandes palabras inspiradas por los filósofos leídos demasiado apresuradamente, la guerra de Independencia de Estados Unidos, en la que habían participado generosamente un La Fayette y un Noailles, o los panfletos de un marginal como el conde de Antraigues.
El Catorce de Julio y el Gran Miedo barrieron las ilusiones. Una vez abierta imprudentemente la caja de Pandora, la antigua nobleza se vio engullida, se suprimieron los títulos, se abolieron los derechos feudales y se confiscaron las propiedades. Y es que otra sublevación había tomado el relevo. A la Fronda le sucedió la Jacquerie. Estos movimientos desordenados de campesinos, antaño abocados al aplastamiento, abarcaron de nuevo gran parte de Francia y adoptaron un carácter original. De la revuelta anárquica se pasó a la revolución. Se produjo una toma de conciencia. Los cahiers de doléances [«cuadernos de quejas y reclamaciones»] formularon objetivos precisos: el final del régimen feudal y la apropiación del suelo. La revisión de los títulos de propiedad, emprendida por una nobleza cada vez más endeudada, desempeñó un papel catalizador. En cambio, no existieron consignas políticas. Uno se subleva contra el señor, no contra el rey, a pesar del gravamen de los impuestos y la dureza de las faenas. Fue una revolución pronto apaciguada: los decretos que abolieron el feudalismo en la noche del 4 de agosto, la venta de los bienes de la Iglesia, el alza de los precios que devaluaban los arrendamientos y la subida ―más lenta, es cierto― del salario de los jornaleros en numerosas regiones, transformaron al campesinado francés, o al menos a una parte, en una masa conservadora, interesada en las conquistas revolucionarias, desde luego, pero que nutrirá pronto los batallones encargados de aplastar las insurrecciones proletarias del siglo xix. El rey habría podido utilizar al campesinado contra sus nobles rebeldes, pero habría tenido que ocupar el trono un Luis XI o un Luis XIV. Luis XVI carecía de autoridad sin la excusa del escéptico o del juerguista. Otros se beneficiaron de la confusión de las zonas rurales: los burgueses o, al menos, una vez más, un sector de la burguesía. Los rentistas, los propietarios de cargos, el gran negocio portuario y el comercio de lujo padecieron terriblemente. La banca se aterró, y limitó sus operaciones. Los más audaces suelen ser los más modestos, en los confines de la pequeña burguesía. ¿Cómo no recordar al señor Grandet?
Cuando la República francesa puso en venta, en el distrito de Saumur, los bienes del clero, el tonelero, que por entonces tenía cuarenta años, acababa de casarse con la hija de un rico comerciante en maderas. Grandet, provisto de su fortuna líquida, y de la dote de su mujer, unos dos mil luises de oro, se fue a la capital del distrito y allí obtuvo, gracias a los doscientos luises dobles que su suegro ofreció al feroz republicano que se encargaba de la venta de los territorios nacionales, por un pedazo de pan, legalmente, si no legítimamente, los viñedos más hermosos de la comarca, una antigua abadía y unas cuantas alquerías. Políticamente, protegió a los antiguos nobles e impidió con todo su poder la venta de los bienes de los emigrados; comercialmente, abasteció a los ejércitos republicanos con uno o dos mil toneles de vino blanco e hizo que le pagaran con unos soberbios prados que pertenecían a un convento de monjas y que se habían reservado para un último lote.
En tiempos del Consulado, el gentilhombre Grandet se convirtió en alcalde, administró con prudencia y vendimió aún mejor; en la época del Imperio, se le llamó señor Grandet. Los Grandet eran numerosos en provincias, pero fue en París donde la especulación con los suministros a los ejércitos y la devaluación del papel moneda adquirieron mayor amplitud. Desaparecen los nobles y comienza el reino de los notables. Se creó una nueva burguesía, la que supo comprar los bienes nacionales en un período de inflación o acaparar las encomiendas del Estado, la que se infiltró en la administración o que conocía el derecho, la que pudo, en definitiva, liberada de la sujeción de las corporaciones y a resguardo del proteccionismo instituido por el Directorio, desarrollar talleres y manufacturas. ¿Qué quería la burguesía en 1789? Sieyès expuso sus ideas en el célebre folleto ¿Qué es el Tercer Estado? Más conciso, Napoleón resumió sus aspiraciones en una frase quizá apócrifa: «la vanidad; la libertad —añadió—, solo ha sido un pretexto». La reacción feudal, al cerrar o amenazar con cerrar las filas de la nobleza a una burguesía en plena ascensión en una Francia en plena expansión, empujó a los burgueses hacia la oposición a las instituciones sociales. Los primeros rebeldes no siempre fueron por lo demás quienes se aprovecharon de la destrucción del Antiguo Régimen, pues con frecuencia la propiedad burguesa del siglo xviii fue víctima de la abolición del feudalismo. Sin embargo, no deja de ser cierto que burgueses y campesinos se vieron comprometidos, como se ha subrayado tantas veces, en un mismo combate contra el feudalismo. Saldrían de él vencedores y vagamente solidarios. ¿No representaban acaso la cantidad y el talento? Una cuarta corriente quedó al margen: el proletariado urbano. Al comienzo, el paro y la carestía arrojaron a las calles de las ciudades, y especialmente en París, a artesanos, obreros, criados y ganapanes.
La escasez de las grandes empresas, la estructura arcaica de los talleres y las condiciones de trabajo que aproximaban a patrones y obreros seguían impidiendo el nacimiento de problemas sociales agudizados y la idea de huelga siguió estando confinada a una casa o, como máximo, a algunos miembros de una misma profesión. Influidas por Rousseau, las aspiraciones sociales se limitaban a un mundo de «pequeños productores y de pequeños comerciantes independientes»; y los sans-culottes soñaban con una especie de «patronato universal». Este proletariado urbano sirvió como punta de lanza, bajo el Terror, para la Revolución. Pero, preocupada por garantizar una mano de obra barata a la industria naciente, la Constituyente, mediante la ley Le Chapelier del 14 de junio de 1791, prohibió todo tipo de coalición obrera, e incluso la desaparición de las corporaciones favoreció la explotación de los niños en las manufacturas. Deseoso por garantizar el mantenimiento del orden y la consolidación de la ―de su― propiedad, los termidorianos, por su parte, se apresuraron a desarmar las barriadas. La nueva burguesía desarticuló el movimiento sans-culotte, mientras que los campesinos permanecían impasibles ante este fracaso. Después del golpe de Estado de Brumario, Bonaparte declaró: «Yo soy la Revolución», para contradecirse a continuación: «La Revolución se terminó». El fin de la Revolución: se asignó el 5 de agosto de 1789, o cuando la separación de la Constituyente, día que la Convención celebró al Ser supremo o cuando la cabeza de Robespierre cayó en el cesto. Para terminar la Revolución, se presentaban tres vías posibles: retorno al sistema monárquico y aristocrático (con la antigua o una nueva dinastía); consolidación de las conquistas burguesas y campesinas; satisfacción de las aspiraciones de la sans-culotterie parisina. Retorno al pasado; mantenimiento del presente; preparación del futuro. La aventura napoleónica depende de una elección, la que efectuó Bonaparte en 1799. BiBliografía general El héroe de esta aventura inspiró más libros que días hayan transcurrido desde su muerte. Esta inflación no es un fenómeno estrictamente nacional ni siquiera europeo.
Llega hasta Asia: en 1837, Ozeki San’ei escribió en chino una biografía de Napoleón.
Según Louis Villat, la primera biografía completa del Emperador dataría de 1821, el mismo año de su desaparición: Napoleon: 1ntroducción son éducation, sa carrière militaire, son gouvernement, sa chute, son exil et sa mort, escrita por M. C.
Pero la biografía napoleónica ya era entonces descomunal, repartida entre el panfleto y el elogio oficial. Arnault emprendió en 1822 una Vie politique et militaire de Napoléon. Laurent de l’Ardèche en 1826, Norvins en 1827, Jomini y Thibaudeau ese mismo año, y finalmente Walter Scott, se apresuraron a imitarlo. Todas estas tentativas se eclipsaron ante la monumental Histoire du Consulat et de l’Empire que Thiers concluyó en 1862, que abría el camino a Michelet (Histoire du xix e siècle, 1875) y a Taine (Les Origines de la France contemporaine: le régime moderne, 1887), y anunciaba las largas series de Frédéric Masson (Napoléon et sa famille, 13 volúmenes, 1897-1919), Driault (Napoléon et l’Europe, 5 tomos, 1912-1927, que retoma L’Europe et la Révolution française de Albert Sorel), Lanzac de Laborie (Paris sous Napoléon, 8 tomos, 1905-1911), L. Madelin (Histoire du Consulat et de l’Empire, 16 volúmenes, 1936-1954), Jean Thiry (Napoléon Bonaparte, 28 tomos, 1938-1975). El Segundo Imperio había emprendido una publicación en 32 volúmenes de la Correspondencia, compilación incompleta y falsificada a veces pero que daba una idea de la prodigiosa actividad del Emperador (el Dictionnaire de l’Empereur de Palluel, 1969, permite ser utilizado cómodamente a falta de índice). Hay que añadir los suplementos de Lecestre, L. de Brotonne, Lumbroso, Masson, d’Huart, Tuetey y Picard, etc. «Se hablará de su gloria, en la humildad, durante mucho tiempo», profetizaba Béranger. Fue un diluvio, de Capefigue (1831) a Lanfrey (1867), de Peyre (1887) a Guillois (1889). Encontramos Napoleones «de izquierdas» (Jaurès, Histoire socialiste, t. VI, 1905; Tersen, Napoléon, 1959; Soboul, Le Premier Empire, 1973) y Napoleones «de derechas» (J. Bainville, Napoléon, 1931; Ch. Maurras, Jeanne d’Arc, Louis XIV et Napoléon, 1938; L. Daudet, Deux idoles sanglantes, la Révolution et son fils Bonaparte, 1939; F. Olivier-Martin, L’Inconnu Napoléon Bonaparte, 1952), todos excelentes. El panfleto (Iung, Bonaparte et son temps, 1880-1881; J. Savant, Tel fut Napoléon, 1953; H. Guillemin, Napoléon tel quel, 1969) se codea con la hagiografía (M. Tartary, Sur les traces de Napoléon, 1956). Vívidos son: G. Lenôtre, Napoléon, croquis de l’épopée (1932), A. Castelot, Bonaparte et Napoléon (1968), L. Chardigny, L’homme Napoléon (1987); y eruditos: Lavisse y Rambaud, Histoire générale, t. IX, Napoléon (1897), Pariset, Le Consulat et l’Empire (t. III de L’Histoire de France contemporaine de Lavisse, 1921), G. Lefebvre, Napoléon (1935, reed. por Soboul), Fr. Dreyfus, Le Temps des Révolutions (1968), Godechot, Napoléon (1969), Furet y Bergeron (1973), Sussel, 001-584 Napoleon.indd 15 22/03/2012 9:17:1216 napoleón Napoléon (1970), Bergeron, Lovie y Palluel, L’Épisode napoléonien (1972), A. Latreille, L’Ère napoléonienne (1974), L. Genêt, La Révolution et l’Empire (1975). Napoleón existe en pequeño formato (Lucas-Dubreton, 1942; M. Vox, 1959, Bertrand, 1973, Dufraisse en la colección «Que sais-je?») y en gran formato en cuarto (G. Lacour-Gayet, 1921). Hay Napoleones rusos (Merejkowski, 1930; Tarlé, varias reeds.; Manfred, 1977), alemanes (Kircheisen, 1911-1934; Ludwig, 1924), ingleses (Seely; Rosebery, 1900; Holland Rose, 1901; Thompson, 1952; Markham, 1963; Cronin, 1976), estadounidenses (Dowd, 1957; Holtman, 1967), italianos (Lumbroso, 1921; Zaghi, 1969), chinos (Li Yuan Ming, 1985) u holandeses (Geyl, 1949). Podemos seguirlo día a día: Schuermans, Itinéraire général de Napoléon (1911); L. Garros, Quel roman que ma vie (1947); J. Massin, Almanach du Premier Empire (1965). Y podemos situarlo en el espacio: l’Atlas elaborado por Thiers, l’Atlas de la Grande Armée de J.-C. Quennevat (1966), y l’Atlas administratif du Premier Empire de F. de Dainville y J. Tulard (1973). Napoleón fascinó a todos los escritores: no solo a Chateaubriand, Hugo, Balzac, Stendhal y Sénancour, sino también a L. Bloy, Elie Faure (1921), Delteil (1929), Rosny Aîné (1931), Suarès (1933), J. Romains (1963), A. Maurois (1964), P. Morand (Napoléon homme pressé, 1969) y A. Malraux (Les chênes qu’on abat), sin olvidar los guiones de las películas de A. Gance y de S. Guitry. Pero el historiador no obtendrá mucho provecho de estas lecturas. Las revistas son innumerables: Revue de l’Empire (1842-1848), Revue napoléonienne (de Lumbroso, principalmente entre 1901 y 1909), Revue des Études napoléoniennes (1912-1939; deslumbrante hasta cerca de 1930; superficial y hagiográfica a continuación; con índices); Revue de l’Institut Napoléon (aparece a partir de 1938; tomó el relevo, bajo el estímulo de M. Dunan, de la Revue des Études napoléoniennes; índices); Le Souvenir napoléonien, que se apartó de la hagiografía, desde 1970, a cambio de números especiales); Toute l’histoire de Napoléon (publicó entre 1951 y 1952 algunos excelentes números especiales); Bulletin de la Société belge d’études napoléoniennes (92 números entre 1950 y 1975, sobre todo centrados en Waterloo; índices en el n.º 92); Rivista italiana di Studi napoleonici (de valor desigual y de publicación irregular, pero con frecuencia interesante); Het Nederlands genpotschap voor Napoleontische studien (en holandés); tampoco hay que desdeñar los Annales historiques de la Révolution française (desde 1908). Existen varios diccionarios de utilidad: Biographie des hommes vivants (1816); Arnaull, Jay, Jouy y Norvins, Biographie nouvelle des contemporains (1821); P. Larousse, Grand dictionnaire universel du xix e siè- 001-584 Napoleon.indd 16 22/03/2012 9:17:12introducción 17 cle (de una excepcional riqueza); B. Melchior-Bonnet, Dictionnaire de la Révolution et de l’Empire (1965); Connelly, Historical Dictionary of Na poleonic France (excelente) (1985). Todos fueron reemplazados por el Dictionnaire Napoléon (bajo la dirección de J. Tulard, en 1987) que, a través de más de 3.200 entradas, permite trazar un recorrido completo por el período (militares, funcionarios, artistas, eruditos, instituciones, batallas, vida cotidiana...). Especializados son los de Robert, Bourloton y Cougny (Dictionnaire des Parlementaires, 1889-1891), y Six (Diction naire des généraux et amiraux de la Révolution et de l’Empire, 1934). En la École Pratique des Hautes Études (IVª sección), se pueden consultar las tesis de H. Robert sobre el personal diplomático, de D. Duchesne sobre el Tribunal Supremo, de Pinaud sobre los obispos de Napoleón, de U. Todisco sobre el Tribunal de Cuentas y de Szramkiewicz sobre los regentes y censores del Banco de Francia, estas dos últimas impresas, que son equivalentes a diccionarios biográficos. La historia del período se verá renovada por la apertura de los fondos de archivos privados: léanse a este respecto las crónicas anuales de Ch. de Tourtier en la Revue de l’Institut Napoléon. Dominando el conjunto de la producción por la calidad del texto y una iconografía extraordinaria que vuelve obsoletos los viejos álbumes de Dayot e incluso el Napoléon de Bourguignon (1936): Jean Mistler y colaboradores, Napoléon et l’Empire (1968). También se encuentra iconografía en Grand-Carteret (1895), en Broadley, Napoléon in caricature (1911), y Catherine Clerc, La Caricature contre Napoléon (1985), pero con una intención hostil. El lector deseoso de saber más puede remitirse a las excelentes guías bibliográficas: G. Davois, Bibliographie napoléonienne française (1909; muy completa hasta esa fecha); L. Villat, Napoléon (1936) y J. Godechot, L’Europe et l’Amérique à l’époque napoléonienne (1967). Las gigantescas bibliografías de Lumbroso, de Kircheisen y de Monglond quedaron inacabadas. En puntos precisos: E. Hatin, Bibliographie de la presse pé riodique française (reed. 1965); Guide bibliographique sommaire d’his toire militaire (1969); J. Tulard, Bibliographie critique des mémoires sur le Consulat et l’Empire (1971), recuerda que numerosas memorias fueron obra de tintoreros, Saint-Edme, Lamothe-Langon, Villemarest, Beauchamp, Marco Saint-Hilaire, incluso Balzac. Cada año la Bibliographie de l’Histoire de France publicada por el CNRS proporciona obras y artículos aparecidos sobre el período 1800-1815.
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